Ground control to Major David…
El pasado 20 de enero asistí al espectáculo “A Bowie Celebration”. Un elenco de músicos de primerísimo nivel que trabajaron con él a lo largo de sus casi cincuenta años de carrera se han unido para celebrar a Ziggy Stardust, al comandante Tom, a Halloween Jack, al Delgado Duque Blanco, a la mayoría de los Bowies —si no todos— que conocieron y con los que tocaron.
Normalmente no me gustan mucho las bandas tributo; no por nada, es cuestión de afinidad y, posiblemente, de esnobismo. En este caso, sin embargo, no se trataba tanto de alguien tocando canciones de Bowie, sino de músicos que lo acompañaron en el estudio, en los escenarios y en la carretera.
El principal motivo que me llevó a comprar las entradas sin mirar atrás —ni mirar la cartera— fue el pianista, Mike Garson. Su colaboración con Bowie empieza en 1973, con el álbum Aladdin Sane, famoso por la icónica portada en la que el rostro cuasi alienígena de Bowie aparece cruzada por un rayo de color. El piano de Garson también parece de otro planeta, puesto que mete algo a medio camino entre música contemporánea, jazz loco y cosas que suenan como ángeles tocando con los codos. Una puta locura maravillosa, sirvan de ejemplo su solo en Aladdin Sane, su sabrosura cabaretera en Time o su desesperación en Lady Grinning Soul (coincide que son seguramente mis tres canciones favoritas del disco). Su participación en esto justificaba completamente acudir al evento.
Además del gran Garson, entre los colaboradores más longevos de Bowie estaban Earl Slick, guitarrista de Bowie durante varias épocas de los 70 y 80, el clásico rockero con una imagen tan cuidada que no se debe de quitar las gafas de sol ni para dormir, o Mark Plati, guitarrista insigne de varias giras y discos. También los acompañaban Joe Sumner, el hijo de Sting, cantante y guitarrista que interpretó algunos de los clásicos más queridos; Bernard Fowler, cuya voz, extrañamente similar a la del propio Bowie, me pareció la mejor forma de sumergirse en él sin caer en la imitación; o Corey Glover, que hizo retumbar el Circo Price con su voz portentosa en más de una ocasión.
El repertorio estaba compuesto en su mayoría de grandes éxitos, desde Changes a Under Pressure, Heroes, el himno absoluto que cerró el concierto, Ashes To Ashes o Space Oddity —en la que lloré, por supuesto—. Hubo sitio para algunas perlas de los primeros tiempos, como Moonage Daydream o Sweet Thing, dos de mis canciones favoritas y que no están entre las más conocidas. También dejaron espacio para joyas más desconocidas, como Bring Me The Disco King o Win. La gran ausente fue Life On Mars?, una verdadera pena.
Fue un concierto emocionante, lleno de recuerdos. Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, la gran ausencia era demasiado palpable y finalmente nos quedamos con un sabor agridulce, por supuesto: “Y Bowie, ¿cuándo sale?”.
Aun así, se trató verdaderamente de una celebración. Fue un homenaje cuidado y sentido a un artista importante, pues nunca se cansó de experimentar e investigar, y al que todos los palos artísticos interesaban: teatro, danza, mimo, cine, pintura, ópera, todo era absorbido por el gran Bowie, todo era explorado por él. Así pues, yo también celebro haber asistido a lo que seguramente sea lo más cercano a un concierto suyo que, ahora sí, jamás podremos vivir.