
Tras el éxito que supuso Metal: a headbanger’s journey que se alzó como un documental que puso al día el significado de esta música para todos sus fans y que mostró la verdadera cara del estilo, su realizador, Sam Dunn, decidió realizar una segunda parte que incluyera todos aquellos músicos que quedaron fuera de la primera parte, monopolizada principalmente por las bandas americanas e inglesas.
Precisamente uno de los éxitos de este tipo de música consiste en que, a pesar de no figurar en primera línea en los medios masivos, cuenta con un público fiel que además se extiende por todo el planeta.
Esto, unido a la masiva respuesta del primer documental y a las quejas de muchos seguidores de diferentes países que no se vieron representados, provocaron finalmente la puesta en marcha de la secuela.
Y el resultado final es quizá más interesante todavía que el primer documental, pues a los motivos musicales expuestos allí se añaden ahora componentes políticos y sociológicos complejos derivados de las sociedades retratadas, correspondientes a países en los cuales hay déficits democráticos importantes o importantes vetos a la libertad de expresión y en los que esta música, funciona como motor de queja y altavoz de denuncia.
Se produce así una paradoja interesante, pues el carácter rompedor que tuvo en su origen el metal como fractura de la juventud frente a la sociedad vuelve a aparecer en las imágenes de países como Brasil (con los imprescindibles Sepultura), China, Indonesia (llegando en este caso a dar miedo realmente) Irán o Israel. En estas latitudes, el metal se mezcla con la política o la religión en una actividad que se muestra peligrosa, suponiendo arriesgar incluso la vida en algunos de estos países. Nada que ver con el mundo de fantasía y evasión en que se ha convertido el Metal en EEUU o sobre todo Europa.